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Desde la Región de Ñuble, un ingeniero comercial dejó las finanzas para emprender en el agro. Ocho años después, lidera un proyecto que mezcla tecnología, observación y trabajo bien hecho desde el suelo hasta la cosecha, donde ha sido apoyado técnicamente con el Centro de Gestión de Avellanos de Coagra.

Desde las pantallas de Bloomberg y los vaivenes de la bolsa, hasta los suelos profundos de El Carmen y Pemuco. Así ha sido el recorrido de Tomás Viñuela (36), ingeniero comercial, quien decidió dejar Santiago y su carrera en inversiones para iniciar un proyecto agrícola familiar en la Región de Ñuble. Hoy, con ocho años de experiencia en el cultivo del avellano europeo, lidera un campo que combina tecnología, observación en terreno y visión de largo plazo.

“Al principio, pensé que esto se podía hacer desde Santiago. Pero mi papá me dijo: ‘estás loco, mejor vente conmigo y lo hacemos juntos’”, recuerda entre risas.

A diferencia de lo que muchos podrían pensar, ni Tomás ni su padre provenían del mundo agrícola. Su papá —ingeniero civil y completamente ajeno al campo— llegó casi por casualidad, luego de desarrollar un predio que inicialmente destinó a uso forestal, pero del cual terminó utilizando una parte para siembras. “Yo iba algunos veranos, pero nada más. Estudié Ingeniería Comercial, hice un máster en Finanzas y trabajaba en la administración de fondos, bonos, acciones… hasta que decidí cambiar de rumbo”, cuenta.

Su búsqueda tenía una raíz más profunda: “Quería dedicarme a algo tangible, que no dependiera solo de una pantalla. Pensé en comprar un terreno para plantar avellanos. Tenía un amigo que hablaba del negocio, y el modelo me hacía sentido”.

Fue en 2017 cuando tomó la decisión y, tras un año de preparación, dejó Santiago. “Ese año mi papá ya se estaba metiendo en los frutales, avellanos y arándanos. Yo partí sin saber la diferencia entre un herbicida y un fungicida. Tuve que aprender desde cero: escuchar, observar, leer, equivocarme. El campo te enseña si sabes mirar con atención, y hay mucha gente dispuesta a compartir lo que sabe”, asegura.

Aprendizaje en terreno: “la clave es mirar con atención”

En esos primeros años, la falta de información práctica fue uno de los grandes desafíos. “Había un manual, pero era muy general. Todo era prueba y error. Algunos errores se pagaban caros, pero se aprendía rápido”, dice.

Su enfoque, poco a poco, se volvió más estructurado: “Así como en finanzas uno mira ciertos puntos clave en un balance, en el campo también hay que definir criterios base: si miras todo, te vuelves loco. Nosotros priorizamos el riego, la sanidad del huerto y el manejo del suelo. La fertilización vino después”.

Entre los aprendizajes más importantes, Tomás destaca el riego. “Fue el primer error que corregimos y marcó una diferencia. Hoy usamos sondas, sensores y calicatas para definir nuestra estrategia. Sin eso, no funciona nada más”.

También ha incorporado herramientas como análisis foliar, de suelo y de arginina. “Con eso ajustamos la fertilización y monitoreamos la reserva del árbol al final de temporada. En lo fitosanitario, aprendimos a identificar los momentos clave. No se trata de fumigar todo el año, sino de usar los recursos cuando hay más presión de enfermedades, como la xanthomona”.

En cuanto a plagas, es enfático: “El chinche es lejos el más complicado, el que más puede impactar económicamente. Luego vienen los burritos, la arañita y, más marginalmente, el pulgón”.

¿Y por qué no cerezas?

Con el boom de las cerezas, la elección por los avellanos podría parecer poco convencional. Pero para Tomás y su padre, fue una decisión estratégica.

“En la zona donde estamos, íbamos a estar al final de la curva de oferta de cereza. Más riesgo de lluvias tardías, menos competitivos. En cambio, en el avellano, aunque no seamos la zona top, como país somos tres veces más productivos que Turquía. El modelo es más defensivo y sostenible”, explica.

Además, resalta que es un mercado con mayor diversificación. “Aunque Ferrero Rocher sea un gran comprador, no es el único. Hay otros dispuestos a pagar bien porque nuestra calidad es superior. Y eso te da margen”, señala.

Cambio de vida, cambio de ritmo

El salto desde la capital a Ñuble no fue solo profesional, sino también vital. Tomás y su pareja —hoy su esposa— primero se instalaron en Concepción, ciudad intermedia que les permitía cierta comodidad. “Ella es de allá y tenía su trabajo familiar, así que yo me hacía cargo del viaje. Eran mínimo 300 kilómetros diarios, pero estaba convencido del proyecto”, relata.

Hoy viven en Chillán, más cerca del campo y de una vida que va de la mano con los ciclos de la tierra: “Al principio fue duro el cambio. Almorzaba con mis papás todos los días, así que comía rico y abundante, pero a veces los problemas del campo se colaban en la mesa. No siempre se digieren tan bien. Pero también fue un periodo de conocernos más, en distintas circunstancias, de formar lazos distintos”.

Durante los primeros años, trabajó codo a codo con su padre. “Al comienzo fue desafiante. Se mezclan cosas, personalidades. Pero también aprendí mucho. Me daba suficiente responsabilidad para percibir los logros y aprender de los errores, y con el tiempo ambos aportamos desde nuestra mirada”, dice.

“También hay un cambio generacional inevitable. Antes, estar presente físicamente en el campo era todo. Pero hoy hay tecnología que permite hacer las cosas distinto, o al menos usar el tiempo de distintas maneras”, agrega.

Entre los cambios que introdujo inicialmente, destaca la digitalización de los pagos y el uso de GPS en tractores. “Cuando llegué, lo común era que los sueldos se pagaran en efectivo, en sobres, un cacho. Lo primero que hice fue automatizarlo. Más seguro, más eficiente. Aunque sí, más impersonal”, cuenta.

Después de trabajar 5 años juntos, su padre decidió retirarse del negocio. “Me arrienda el campo y yo gestiono todo. Es un rubro que te exige mucha dedicación y tiempo y él quería usarlo en otras cosas”, comenta Tomás.

Hacer las cosas bien, desde el principio

Uno de los aprendizajes que más valora del trabajo con avellanos es el enfoque en la calidad desde el inicio. “Si partes mal, lo pagas después. Por eso, invertimos en buena preparación de suelo, buenas plantas, buen riego y manejo sanitario. La fertilización es lo último.”, insiste.

También pone énfasis en la gestión de personas. “El equipo es clave. Hay que darles estructura, desafíos, incentivos. Que se sientan parte. En el campo, si el equipo técnico no está comprometido, el resultado no llega”, suma.

Aunque el mundo agrícola se ha vuelto más atractivo para las nuevas generaciones con la incorporación de las tecnologías, aún no es una elección común: “De mis amigos de Santiago, ninguno se metió al agro. De los amigos de Chillán, principalmente los que estudiaron cosas relacionadas a esto”.

¿Y el futuro del avellano?

Tomás ve un futuro prometedor para el cultivo en Chile, pero con matices. “Decir que no debe crecer me parece difícil, es mejor dejar al mercado en acción, que crezca todo lo que tenga que crecer, después se regulará solo. Bajarán las rentabilidades, pero se estabilizarán, y ahí se mantendrán quienes lo hagan bien y de forma eficiente”, reconoce.

Para él, la clave está en profesionalizar el rubro, compartir aprendizajes y no repetir errores del pasado. “Esto no es un Excel solamente. Es campo, es gente, es manejo, es mirada. Y sobre todo, es aprender a mirar con atención”.

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